Escala de grises

12/06/2020

Recuerdo que durante las vacaciones escolares de invierno acompañaba a mi madre a trabajar. Pensaréis que mi madre tenía algún puesto de oficina y que me ponía a leer o a dibujar mientras respondía llamadas o hacía las cuentas de algún despacho de administración, pero mi madre limpiaba casas. No lo digo con vergüenza ni agacho la cabeza, me enorgullezco y, de hecho, acompañarla significaba barrer, fregar, enjuagar, desinfectar: un sinfín de actividades. Para mí era un juego; para ella, la manera de no dejarme sola en casa; y, al final, ser parte de aquello probablemente definió la persona en quien años más tarde me convertiría.

Aquellos días madrugábamos y tomábamos un par de autobuses para llegar al destino. Autobuses abarrotados a las siete de la mañana con caras aún en la cama, manos cortadas por el frío y la lejía, batas de limpieza asomando bajo abrigos de segunda mano y conversaciones de compañeras de asiento. Siempre eran las mismas caras a la misma hora.

Durante la semana mi madre limpiaba en siete hogares. Entre otras, recuerdo el piso de la violonchelista, la portería de la señora María y la casa de las hermanas venezolanas. Haz el baño a fondo. Plánchame las camisas. Limpia los cristales. Pule la plata. La cantinela siempre solía ser la misma y nunca vi un atisbo de queja por su parte ni una muestra de cansancio. A veces le ofrecían un zumo o un café y desayunábamos deprisa y corriendo el bocado que nos habíamos preparado en casa aquella misma mañana o la noche anterior. Luego nos poníamos manos a la obra durante las dos o tres horas acordadas. En silencio, sin música, como si fuera un ritual sagrado. Ella me ordenaba y me instruía; yo lo seguía al pie de la letra.

A los ocho, diez o doce años no hay demasiada gente que preste atención a pasar la fregona sin dejarse ni un cabello o haya adquirido una técnica para abrillantar la cubertería. Sin embargo, si conseguía adelantar el trabajo que ella tenía por hacer, tenía la esperanza de rascar veinte minutos al reloj y poder pasear juntas tras la jornada. A veces, incluso mirábamos escaparates antes de tomar el autobús de vuelta a casa donde una olla caliente nos esperaba. Lentejas, estofado, puchero, lo que fuera que aquella semana tocara almorzar durante dos o tres días. Mi padre llegaba del taller donde trabajaba a la una y media, comíamos, y en una hora se volvía a ir. Era poco, un tiempo escaso, pero comer juntos era importante y siempre nos esperábamos aunque luego todo el mundo tuviera que espabilarse.

Conforme crecía, llegué a creer que mis padres se habían resignado a lo que la vida les había preparado: una vida sencilla, de trabajo duro, sin lujos. Y puede que sí que fuera así, mis padres son los hijos de la generación de la posguerra: aquellos que a los dieciséis emigraron a las grandes ciudades y trabajaban de aprendices de un oficio, aquellos que de un duro hacían seis pesetas y de un pollo comían diez días. Mi padre era mecánico de coches; mi madre limpiaba casas, hacía camas en hoteles, cobraba en supermercados y despachaba tras mostradores vendiendo ropa, carne o cosmética; pero sé que ninguno de los dos vivió, ni vive, en la escala de grises. 

Mis padres tal vez perciben la longitud de onda de manera diferente y sus colores se alejan de los míos, pero me gusta pensar que han sido sus matices, la manera en que su luz se reflejaba, los que le han dado forma a mi escala de colores. Al final, la longitud de onda se define como la mínima distancia que separa dos puntos que pueden identificarse como cuerpos o elementos distintos; así que sí: son los matices los que hacen apreciar mejor la resolución del conjunto, son los matices los que construyen algo nuevo de lo ya conocido. Matices en forma de cenas especiales los viernes cuando comíamos queso o cuando íbamos a buscar a mi padre al trabajo como si fuera un día de fiesta; matices que pintaron lo que teníamos para que al ver la vida a través del prisma refractara la luz a todo color.

© Intratextualidades, 2020 

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